El espectador hater: cuando mirar se convierte en odiar
En la era del streaming, del hype constante y del contenido que nos bombardea sin cesar, ha nacido una figura cada vez más común: el espectador hater. Ya no se trata del viejo crítico con argumentos afilados, ni del cinéfilo exigente que busca arte entre la mediocridad. No. Este nuevo espectador no busca comprender, ni siquiera entretenerse. Solo quiere odiar. Y cuanto más lo hace, más se siente vivo.
Porque odiar, hoy, es cómodo. Seguro. Anónimo.
Ver para odiar
Hay quienes ven películas o series con la ilusión de emocionarse, de viajar con la historia, de dejarse tocar por un personaje. El espectador hater, en cambio, se sienta con la ceja arqueada, la lista de agravios preparada, y el Twitter abierto. Busca el fallo. El diálogo que chirríe. El actor que le cae mal. La escena que le parezca “forzada”. A veces ni siquiera ve el producto entero. No hace falta. Con una imagen, un tráiler, un rumor, ya puede iniciar el ritual del desprecio.
Odiar por principio
Todo vale. “Esto es demasiado pretencioso”. “Esto es demasiado simple”. “Esto es una copia de X”. “Esto es demasiado ‘woke’”. “Esto es propaganda”. “Esto es feminismo forzado”. “Esto es inclusividad innecesaria”. “Esto es para tontos”. “Esto es para progres”. “Esto es para fachas”. “Esto ya lo hizo mejor Scorsese”. “Esto es una bazofia y ni lo he visto”.
El espectador hater odia incluso antes de mirar. Ya decidió. Solo necesita confirmar su prejuicio. Y si por un momento algo le gusta, buscará cómo castigarse por ello. Porque en el fondo, lo suyo no es la crítica, sino el resentimiento con forma de reseña.
El refugio del anonimato
Lo fascinante —y peligroso— de esta figura es que no da la cara. Se esconde tras un avatar, un seudónimo, una cuenta sin nombre. El anonimato se convierte en escudo. No hay consecuencias. Nadie te mira a los ojos. Nadie te exige honestidad. Puedes insultar a una actriz por su cuerpo, despreciar a un actor por su acento, burlarte del director por su apellido, sin pagar ningún precio emocional. La pantalla protege. La red amplifica. Y el algoritmo recompensa el odio con visibilidad.
El espectador como juez supremo
Hay una arrogancia soterrada en este tipo de espectador. La sensación de que solo su criterio es válido. De que todo lo que se aleje de su gusto personal es “basura”. Pero esa arrogancia muchas veces esconde algo más frágil: frustración, miedo al cambio, necesidad de sentirse superior en un mundo que ya no comprende del todo. Detrás de cada comentario misógino, racista o anti-todo, suele haber alguien que se siente incómodo con cómo está cambiando la cultura. Y en vez de reflexionar, reacciona. Escupe.
Lo que se pierde
El hater no se permite disfrutar. Vive a la defensiva. Ve una escena emotiva y busca cinismo. Ve humor y busca el defecto. Se pierde lo vulnerable. Lo humano. Porque para que algo te toque, tienes que bajar la guardia, y eso, para muchos, es aterrador. Preferible entonces escudarse en la ironía, en el sarcasmo, en el ataque fácil.
Y así, poco a poco, el espectador deja de serlo. Se convierte en otra cosa: un francotirador cultural. Un espectador que no mira, sino que acecha.
¿Hay salida?
Tal vez. Pero requiere algo que escasea: humildad. Volver a mirar como un niño. O al menos, como alguien dispuesto a dejarse sorprender. Entender que no todo está hecho para ti. Que no necesitas opinar de todo. Que a veces basta con callar, escuchar, mirar. Sentir.
Pero mientras tanto, en alguna parte del mundo, alguien ya está escribiendo una reseña de odio por una serie que aún no ha salido. Y cuando lo haga, encontrará cientos de retuits, miles de likes, y la confirmación de que su odio —aunque vacío— lo hace sentir importante.
Al fin y al cabo, en internet, odiar es gratis. Y ser cruel… es tendencia.