La reciente victoria de Lilo & Stitch (versión live action) en taquilla sobre Ballerina, un thriller de acción estilizado y audaz protagonizado por Ana de Armas, no es solo una anécdota de cartelera. Es un síntoma. Otro más. Un recordatorio de que, en esta era de algoritmos y decisiones financieras, la falta de ideas parece tener más fuerza que la apuesta por lo nuevo.
Mientras Ballerina se lanza al ruedo con una propuesta visual arriesgada y un estilo narrativo propio, Lilo & Stitch se limita a reciclar una fórmula ya probada. Y, sin embargo, gana. ¿Por qué? Porque es más fácil vender una memoria que una experiencia. Porque la industria sabe que la nostalgia garantiza beneficios, mientras que el riesgo puede salir caro.
Este triunfo no se trata de calidad. Ballerina, con sus imperfecciones, al menos intenta algo diferente. Lilo & Stitch, por el contrario, convierte la entrañable historia animada de 2002 en un híbrido sin alma, atrapado entre el realismo artificial de los CGI y la necesidad de no traicionar lo que ya fue. Es como si Disney no adaptara sus clásicos para enriquecerlos, sino para conservar una franquicia en formol.
Lo que vemos es el resultado de una industria en piloto automático. Cada remake, cada live action, cada reboot, es un mensaje: “Ya no tenemos nada nuevo que decir, pero aún sabemos cómo venderlo”. Y lo más preocupante es que ese mensaje no genera rechazo, sino aceptación masiva. El público acude, paga, aplaude. Como si prefiriéramos una idea ya masticada que una que desafíe nuestros sentidos.
El cine siempre ha sido negocio, pero también ha sido riesgo, arte, exploración. Hoy, la balanza se inclina cada vez más hacia el lado más seguro. No porque no haya creatividad, sino porque se la encierra en circuitos minoritarios mientras el gran público abraza lo conocido. ¿Cuántos Ballerina seguirán siendo ignoradas mientras nos sirven versiones reescritas de lo que ya vimos, ya lloramos, ya amamos?
El caso Lilo & Stitch es, al final, un espejo. No solo de la industria, sino también del espectador. Tal vez no queremos que nos sorprendan, sino que nos confirmen. Y si ese es el deseo colectivo, entonces no es que falten ideas: es que hemos dejado de buscarlas.