¿Por qué tanta espera entre temporadas?

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Una reflexión nostálgica con algo de lógica

Hubo un tiempo —no tan lejano— en el que las series se emitían semana tras semana, con temporadas de veinte o más capítulos, y, cuando llegaba el final, sabías que en apenas unos meses volverían. No hacía falta mirar el calendario con desesperación o temer que tus actores favoritos envejecieran a mitad de la trama. Hoy en día, en cambio, cada temporada parece un acontecimiento astronómico: ocurre una vez cada dos años, si hay suerte. Y si no, adiós para siempre. ¿Qué ha cambiado?

La paradoja de la abundancia

Lo curioso es que vivimos en la era dorada de la televisión, o eso nos han dicho. Nunca ha habido tantas series, ni tantos creadores, ni tanto presupuesto invertido. Pero esta supuesta abundancia tiene un precio: la dispersión. Las plataformas de streaming compiten por tener «la próxima gran serie» cada mes. El resultado es un ecosistema sobresaturado, donde se producen cientos de títulos al año, muchos de ellos condenados al olvido al cabo de unas semanas.

Aquí surge la gran paradoja: nunca se ha producido tanto, y sin embargo, las series que amamos tardan años en volver. ¿Por qué?

Producciones más ambiciosas, ritmos más lentos

Una de las respuestas que se repite como mantra es que ahora las series son «más cinematográficas». Y sí, es cierto: cada capítulo puede costar lo mismo que una película independiente. Hay que rodar en localizaciones exóticas, usar efectos visuales complejos, contratar a directores de cine, y rodar durante meses para producir ocho capítulos. O seis. O incluso cuatro.

Este estándar de calidad visual exige tiempo. Pero también es una elección. Se ha priorizado la espectacularidad por encima de la continuidad. Antes, las series tenían decorados fijos, equipos estables, ritmos de rodaje industriales. Eran como fábricas. Ahora son como óperas: todo es grandilocuente, pero es inviable repetirlo con frecuencia.

¿Más calidad? Depende de qué entiendas por calidad

Otra cuestión espinosa: ¿son realmente mejores las series de ahora?

Depende. Algunas lo son. Better Call Saul, The Crown, Succession… son joyas narrativas. Pero muchas otras, incluso con grandes presupuestos, no resisten la comparación con dramas de antaño como Los Soprano, A dos metros bajo tierra o incluso Urgencias. Aquellas sabían cómo construir personajes a largo plazo, cómo mezclar tramas episódicas con desarrollo continuo. Se permitían respirar. Hoy, muchas series parecen atrapadas por el síndrome del tráiler: todo debe ser intenso, condensado, vendible. Y si no, cancelado.

¿No sería más rentable hacer menos, pero mejor?

Aquí viene la pregunta clave. Si las plataformas están tan preocupadas por fidelizar al espectador, ¿por qué no producen menos series, pero más duraderas, con temporadas más largas y ritmos más estables? ¿Por qué no apuestan por un modelo que combine la calidad actual con la regularidad de antes?

Porque el sistema actual premia la novedad. Cada estreno genera ruido, titulares, suscripciones. Las series ya no se diseñan para durar. Se diseñan para existir. Para ocupar espacio durante unas semanas en la conversación digital. Después, se sustituyen por la siguiente. Incluso las mejores parecen concebidas como eventos esporádicos, no como acompañamientos estables.

¿Y el público? ¿A qué jugamos nosotros?

Parte de la culpa también es nuestra. Nos hemos vuelto impacientes y caprichosos. Queremos ver todo en un fin de semana, devorarlo sin pausa… y luego nos quejamos porque tardan años en darnos otra ración. Las cadenas lo saben, y han dejado de apostar por el modelo tradicional, aquel en el que la espera entre temporadas era corta pero las historias se cocinaban a fuego lento, capítulo a capítulo.

Conclusión: nostalgia, negocio y fatiga

En resumen, esperar años entre temporadas no es solo cuestión de presupuesto, ni de complejidad artística. Es el resultado de una industria que se ha vuelto adicta a lo efímero, y de un público que, aunque lo añora, ya no sabe comprometerse a largo plazo. Habría que preguntarse si no estamos perdiendo más de lo que ganamos: ¿vale la pena tener cientos de series fugaces si las pocas que realmente nos importan llegan con cuentagotas?

Tal vez sea hora de recuperar algo del espíritu de antes: series que no aspiren a parecer películas, sino a quedarse con nosotros. Que no necesiten millones por episodio, sino buenos guionistas y continuidad. Porque, al final, lo que más echamos de menos no son los efectos especiales, sino la sensación de que cada semana, sin falta, teníamos una cita con una historia que merecía ser contada.