¿Better Call Saul o Breaking Bad? Una pelea de titanes sin ganador claro… aunque uno coquetea con la perfección
Comparar Better Call Saul con Breaking Bad es como discutir si el atardecer es más bello que el amanecer: ambas series nacen del mismo universo, de la misma mente creativa —la de Vince Gilligan— y, sin embargo, poseen tonos, ritmos y pulsos tan distintos que la comparación resulta injusta… pero inevitable.
Durante años, Breaking Bad fue considerada la cima de la televisión moderna. Y con razón: su capacidad para construir tensión, su uso del cliffhanger, la evolución del personaje de Walter White —de pusilánime profesor a despiadado criminal— y su potencia visual la convirtieron en un fenómeno. Un thriller con alma, con episodios inolvidables, giros magistrales y una narrativa que parecía no tener freno.
Pero entonces llegó Better Call Saul. Y lo que muchos pensaron que sería una precuela simpática sobre un abogado carismático se convirtió en otra cosa. En algo más… serio. Más lento. Más profundo. Una serie que no necesitaba explosiones ni asesinatos para retorcerte las tripas. Donde lo más doloroso no era la violencia, sino la decepción, la culpa, el desgaste emocional. Una serie que se tomó su tiempo. Que respiró. Que maduró a fuego lento.
Y ahí empieza la batalla: ¿qué pesa más, el vértigo de Breaking Bad o la elegancia de Better Call Saul? ¿La adrenalina o la reflexión? ¿La caída al abismo o la lenta erosión del alma?
En Better Call Saul, cada plano parece meditado hasta el milímetro. La fotografía es una sinfonía de luces y encuadres, un lenguaje visual que comunica tanto como los diálogos. La dirección es precisa, quirúrgica, silenciosa y sutil. El ritmo es pausado, sí, pero no lento: es el ritmo de alguien que quiere que veas cómo se rompe un ser humano, no en un estallido, sino en grietas microscópicas que se expanden con el tiempo. Jimmy McGill no se convierte en Saul Goodman de un día para otro. Lo ves resbalar. Lo ves justificarse. Y duele más.
En cambio, Breaking Bad tiene otra energía. Una urgencia narrativa. Una explosividad controlada. Tiene más “momentazos”. Más impacto. Pero también más teatralidad. Y a veces, más artificio. No es una crítica, es parte de su ADN. Pero cuando uno vuelve a ver ambas, algo cambia. Breaking Bad es la serie que recuerdas con emoción. Better Call Saul es la que entiendes mejor con el tiempo. La que se te queda dentro. La que te observa mientras tú crees estar observándola a ella.
Y si hablamos de interpretaciones, ahí es donde la pelea se vuelve aún más feroz. Porque si Breaking Bad tiene a Bryan Cranston como Walter White, Better Call Saul tiene a Rhea Seehorn como Kim Wexler. Y lo que cada uno logra en sus respectivas series roza, por caminos distintos, la excelencia absoluta.
Bryan Cranston construyó un personaje icónico. No solo por el arco vertiginoso de Heisenberg, sino por la precisión con la que habitó cada etapa de la transformación. En Breaking Bad, hay momentos en los que Walter White da miedo sin mover un músculo. Sin subir la voz. Sin disparar. Es el tipo de actuación que atraviesa la pantalla, que redefine la carrera de un actor y deja una huella en la cultura popular. «I am the danger» no es solo una frase. Es un manifiesto. Es Shakespeare en el desierto de Nuevo México.
Pero luego llega Rhea Seehorn. Y con ella, una forma distinta de romperte el alma. Kim Wexler no tiene explosiones emocionales a lo Tony Soprano. Es contención pura. Es esa mujer que siempre parece tenerlo todo bajo control… hasta que ves, en un leve temblor de mandíbula, que está a punto de colapsar. Seehorn hace magia con los silencios. Con las pausas. Con los gestos mínimos. Lo que ella consigue en la sexta temporada —especialmente en episodios como Plan and Execution o Fun and Games— es de una belleza devastadora. Si Cranston era fuego, Seehorn es una grieta invisible por la que se escapa todo lo que no se dice. Y es tan potente como el primero.
Las dos series también se comparan en estructura. Breaking Bad es más compacta: cinco temporadas, creciente en intensidad. Cada final de temporada sube la apuesta, cada episodio es como una explosión medida. Desde Ozymandias (S5E14), posiblemente el mejor episodio de televisión jamás hecho, hasta la huida en Crawl Space (S4E11), la serie se sostiene en un crescendo casi perfecto. Pero también vive un poco del shock value, de esa necesidad de mantenerte al borde del sofá.
Better Call Saul, en cambio, te pide paciencia. Pero te recompensa con capas, con profundidad. La cuarta y quinta temporadas, por ejemplo, son ejercicios de pura sutileza narrativa. El episodio Bagman (S5E8) es un western moderno, claustrofóbico, donde todo se reduce a una caminata por el desierto… pero cada paso te hunde más en el conflicto interno de sus personajes. Y en la última temporada, Saul Gone (S6E13), el cierre es tan melancólico, tan introspectivo, tan lleno de ecos de lo anterior, que parece más literatura que televisión.
Y no olvidemos a los secundarios. Jesse Pinkman fue una revelación en Breaking Bad, y Aaron Paul estuvo brillante, especialmente en la tercera temporada. Pero Better Call Saul tiene a Mike Ehrmantraut, a Nacho Varga, a Chuck McGill, y a Lalo Salamanca: villanos y aliados complejos, matizados, con sus propios dilemas. Especialmente Tony Dalton como Lalo: su mezcla de encanto y amenaza lo convierten en uno de los antagonistas más magnéticos de la televisión reciente.
La diferencia tal vez esté en que Breaking Bad quiere volarte la cabeza, y Better Call Saul quiere partirte el corazón. La primera es una tragedia griega con metanfetamina; la segunda, una lenta implosión moral disfrazada de drama legal. Y en ese disfraz está su truco. Porque uno espera algo menor, algo derivativo… y acaba con una obra de madurez que, para muchos, incluso supera al original.
¿Es Better Call Saul mejor que Breaking Bad? No hay una respuesta definitiva. Lo que sí puede afirmarse sin temor es que no se entiende una sin la otra. Y que, juntas, forman uno de los universos narrativos más sólidos, coherentes y emocionalmente devastadores que nos ha dado la televisión. Pero si uno tiene que inclinarse hacia un lado, hay algo en la sutileza, en el silencio, en la tristeza callada de Better Call Saul que la hace —aunque solo sea por un milímetro— la más adulta, la más elegante, la más perfecta.