¿Y si El juego del calamar nunca fue tan buena? Una mirada crítica a un fenómeno inflado

calamar-1

No espero con ansias la tercera temporada de El juego del calamar. De hecho, me cuesta recordar con entusiasmo la segunda. Y si algo resume mi estado de ánimo con respecto al desenlace de esta serie, es una palabra sencilla: indiferencia. No porque no la haya visto, ni porque no entienda su impacto cultural —lo entiendo perfectamente—, sino porque lo que empezó como una propuesta potente, con crítica social y tensión bien dosificada, se ha desinflado hasta convertirse en un producto de consumo masivo más, inflado por el algoritmo, no por su profundidad.

Sí, El juego del calamar fue un fenómeno. Nadie lo niega. Capturó la atención del mundo con su primera temporada: colores brillantes, violencia estilizada, y una premisa lo suficientemente simple como para entrar fácil… y lo suficientemente brutal como para quedarse en la memoria. Pero ese primer impacto fue eso: un golpe. Una sacudida visual y emocional que, en retrospectiva, se sostenía más en la novedad que en la solidez narrativa.

La segunda temporada: la caída del mito

Y cuando llegó la segunda temporada, todo lo que ya olía a oportunismo se confirmó. La serie perdió la urgencia. La crítica social se volvió burda, recalcada, casi caricaturesca. Los personajes parecían versiones pálidas de los anteriores, y los nuevos no lograban calar. La tensión desapareció, sustituida por un desarrollo artificialmente alargado, en el que la violencia ya no impactaba, solo saturaba. El simbolismo se volvió obvio. Las sorpresas, previsibles. Todo estaba edulcorado con una capa de grandilocuencia que buscaba más el impacto visual que el emocional.

La serie ya no hablaba de los oprimidos, sino de sí misma. Se regodeaba en su propia estética, en su propia fama. En lugar de escarbar más profundo, prefirió quedarse en lo superficial, en lo vistoso, en lo fácil de replicar en TikTok.

Una tercera temporada que ya se siente partida

Y ahora nos anuncian una tercera temporada que ni siquiera parece tal, sino la mitad de una temporada partida en dos. Una estrategia que ya conocemos demasiado bien: estirar el chicle, dividir el desenlace en capítulos y más capítulos, no para servir a la historia, sino al calendario de la plataforma. No sorprende: Netflix ha convertido esta fórmula en negocio. Pero la serie, que ya venía tambaleándose, no parece tener el cuerpo para soportarlo.

No hay tensión real, porque el mundo ya está demasiado explicado. No hay evolución narrativa, solo repeticiones: otra ronda, otro “líder misterioso”, otro giro que se ve venir desde tres episodios antes. Y, sobre todo, no hay corazón. Lo que en la primera temporada podía leerse como una denuncia desgarradora del sistema capitalista y sus juegos crueles con la clase baja, ahora parece un merchandising de esa misma estética que fingía criticar.

Una serie atrapada en su fenómeno

El juego del calamar se convirtió en lo que criticaba: un espectáculo. Un circo. Un entretenimiento vacío para espectadores cada vez más anestesiados, que no buscan reflexión, sino estímulo. Lo irónico es que la primera temporada supo jugar con esa contradicción. La segunda y el inicio de la tercera ya no. Ya no hay incomodidad, ni doble fondo, ni ironía. Solo una maquinaria que sabe que cuanto más exagera, más se comparte. Es la distopía reducida a estampas de Instagram.

Y es curioso, porque hubo otras series con propuestas similares (Alice in Borderland, 3%, Kaiji, incluso Black Mirror) que, sin tanto bombo, supieron mantener su integridad. El juego del calamar, en cambio, parece rendida a su propio fenómeno. Y en esa rendición, ha perdido el alma.

¿Por qué no la espero?

Porque ya no me dice nada nuevo. Porque sé que va a ser visualmente atractiva, sí, pero emocionalmente hueca. Porque cada personaje nuevo es un estereotipo, cada giro de guion una obligación contractual. Porque no hay riesgo real. Porque la serie ya no es una historia que alguien quiso contar: es una marca que alguien no se atreve a cerrar.

Y porque, en el fondo, sospecho que el final no cerrará nada. Será ambiguo, o abierto, o simplemente una preparación para una futura secuela, precuela, spin-off o versión americana. Porque el juego ya no está en la pantalla. Está detrás de ella.


Así que no, no espero el desenlace de El juego del calamar. Lo veré, probablemente. Pero no con ganas. Con resignación. Como quien termina un libro solo porque ya llegó hasta el penúltimo capítulo. Porque el verdadero juego, al parecer, no era sobrevivir… sino seguir vendiendo capítulos.