Estoy harto. Harto de que cada vez que se estrena una serie o una película basada en un libro, un cómic, o un videojuego, surja ese batallón de jueces autoerigidos guardianes de la fidelidad textual, repitiendo como loros: «Eso no pasaba así», «en el juego era diferente», «el personaje no decía esa frase», «han cambiado la escena del capítulo 14»… ¡Joder, basta ya!
¿Tan difícil es entender que una adaptación no es una fotocopia? Que no se trata de replicar plano a plano lo que viste en una cinemática o lo que imaginaste en la novela. Que el cine y la televisión son lenguajes distintos, con reglas narrativas propias, con tiempos, estructuras, y recursos que no tienen nada que ver con apretar botones o con leer párrafos en soledad. Y que, por cierto, muchas veces lo que funciona en un medio NO funciona en otro.
Adaptar no es trasladar. Es transformar. Es reinterpretar. Es traducir emociones y experiencias a otro código visual, sonoro, rítmico. Y eso implica, inevitablemente, decisiones, cambios, ajustes, recortes, ampliaciones. A veces será más fiel, otras más libre. Pero lo que importa, al final, es si funciona dentro de su propio marco, si transmite algo, si emociona, si cuenta bien lo que tiene que contar.
No, no todo tiene que estar «como en el juego». No, no todo personaje debe tener el mismo diálogo que en la novela. No, no eres un purista por quejarte de que una escena se haya movido o un personaje tenga otra energía. Eres un esclavo de tu nostalgia, y estás viendo la serie desde el prejuicio, no desde la historia que te están contando.
Lo verdaderamente insoportable es ese patrón: la incapacidad de ver una obra por sí misma, de valorarla en su propio contexto. Se ha perdido el placer de descubrir, de dejarse llevar. Todo se compara. Todo se mide con la vara de otro medio. Como si una adaptación solo valiera si te ofrece exactamente lo que ya conocías. ¿Para qué la ves, entonces? ¿Para repetir lo mismo o para ver una visión nueva de algo que amaste?
Y lo peor es cuando el producto audiovisual es magnífico. Tiene una fotografía impecable, un guion inteligente, actuaciones desgarradoras, dirección brillante… pero no: se reduce todo a “pues en el libro Joel hacía esto, no lo otro”, o “me han cambiado el color del traje, estoy fuera”. ¡De verdad, salid del bucle! No sois críticos, sois consumidores encadenados a vuestra experiencia anterior.
¿Dónde quedó la apertura? ¿Dónde quedó el valorar el arte en su forma viva y cambiante? ¿Por qué ahora parece que cualquier atrevimiento creativo se castiga con una lapidación digital?
Las adaptaciones no son para calcarlas. Son para revivirlas. Para llevar lo esencial de una historia a otro espacio, a otra audiencia, a otra mirada. Eso es lo que las hace valiosas: cuando mantienen el alma aunque cambien de piel.
Así que, por favor, la próxima vez que veas una adaptación… escucha la historia que te cuenta, no la que esperabas que te contara. Porque si no eres capaz de hacer eso, no estás viendo nada. Solo estás buscando confirmar que tenías razón. Y eso, amigo, no es amor por una obra. Es puro narcisismo.