Hay algo paradójico —casi contradictorio— en el hecho de que las personas paguen entradas, suscripciones y hasta se reúnan en grupo para sentirse mal. Para gritar, tensarse, cerrar los ojos, sentir escalofríos. Para asomarse al abismo desde la comodidad del sofá. ¿Qué tiene el terror que, en lugar de alejarnos, nos atrae como una llama? ¿Por qué el sufrimiento ajeno, el peligro, la amenaza, lo sobrenatural o lo sangriento nos fascina?
No se trata simplemente de morbo —aunque hay algo de eso—. Tampoco es puro masoquismo. El terror es, psicológicamente, uno de los géneros más íntimos y complejos que existen. Y no por lo que muestra, sino por lo que activa en nosotros.
1. Miedo controlado: la adrenalina con red de seguridad
El terror es una montaña rusa emocional. Sabemos que lo que vemos en pantalla no es real, pero nuestro cuerpo reacciona como si lo fuera. El corazón se acelera, los músculos se tensan, se activa la respuesta de lucha o huida. Y, sin embargo, sabemos que estamos a salvo. Esa combinación —lo visceral y lo simbólico— nos da una sensación placentera: sentimos sin consecuencias. Jugamos con el abismo sin caer en él.
Hay un goce oculto en sobrevivir al miedo sin pagar el precio real. Como si ver a otros sufrir —aunque sean personajes ficticios— nos recordara que nosotros, por ahora, estamos vivos, a salvo, enteros.
2. Morbo: la fascinación por lo prohibido
Sí, hay morbo. Y el morbo no es patológico por sí mismo. Es la curiosidad por lo oscuro, lo roto, lo que la sociedad no quiere mirar. Las películas de terror nos permiten asomarnos a lo que normalmente evitamos: la muerte, la locura, el mal, la posesión, la tortura, lo impensable.
Verlo en otros, ficticiamente, nos libera de la necesidad de enfrentarlo en nosotros. Nos permite contemplar el sufrimiento, el descontrol, incluso lo grotesco, sin tener que ser sus protagonistas.
Y aquí es donde aparece una idea incómoda: tal vez el terror nos tranquiliza porque no somos nosotros los que gritamos. Es un ejercicio de distancia emocional que, en el fondo, nos reconcilia con nuestra normalidad.
3. La miseria ajena como consuelo silencioso
En las historias de terror, la mayoría de los personajes están peor que nosotros. Y eso, aunque suene cruel, tiene un efecto psicológico curioso: nos reconcilia con nuestras propias sombras.
No es que deseemos ver sufrir a los demás. Es que, al ver sufrimientos tan extremos —posesiones, asesinatos, traumas desbordados, realidades oníricas o apocalípticas— nuestros propios miedos se relativizan. “Yo estoy mal, pero no tanto como ellos.” “Mi ansiedad es real, pero al menos no estoy siendo perseguido por un ente demoníaco.”
El terror pone en pantalla lo peor que puede pasar, y en hacerlo, da forma a nuestros temores más abstractos. Los concreta. Y cuando el miedo toma forma, deja de ser tan omnipresente. Aunque sea por un rato.
4. La catarsis emocional: miedo como purga
Aristóteles hablaba de la catarsis: la purificación emocional a través del arte. Y el terror cumple esa función con una intensidad que pocos géneros logran. Porque el miedo es una emoción primaria, antigua, instalada en lo más profundo del cerebro. Cuando una película de terror nos hace sentirlo, lo está activando, liberando y drenando.
Después de una buena película de terror, mucha gente siente alivio, ligereza, incluso euforia. Como si hubiera expulsado algo estancado. Como si el cuerpo, al haberse tensionado tanto, pudiera finalmente relajarse. El miedo que vivimos no es real, pero las emociones que lo acompañan sí lo son. Y por eso, ver terror puede ser terapéutico.
5. Identificación y duelo: espejos emocionales en el infierno
En muchas películas de terror, los personajes no solo corren y gritan. También sufren pérdidas, traumas, dilemas morales. Hay películas donde el verdadero terror no está en el monstruo, sino en la culpa, el luto, la ansiedad, la soledad. (Hereditary, The Babadook, Midsommar, The Haunting of Hill House…).
Estos relatos nos permiten ver dramatizados nuestros dolores más profundos. Y en verlos, encontramos un espejo. No estamos solos. Otros también tienen fantasmas. A veces, ver a una madre desgarrada por la pérdida o a una chica atrapada en una secta no es entretenimiento. Es una forma de narrar el dolor que no sabemos expresar.
6. El terror como ensayo para la muerte
Finalmente, hay algo filosófico, casi existencial, en el consumo de terror. Nos enfrentamos, sin saberlo, al fin último: la muerte. Cada susto, cada aparición, cada corte de luz, es un ensayo simbólico de lo que no controlamos. Del fin. Del no saber.
Al mirar terror, jugamos con la muerte sin morir. Ensayamos el caos, la pérdida, la desaparición. Y eso, aunque suene lúgubre, nos prepara. Nos hace menos ingenuos. Más conscientes de nuestra fragilidad.
Conclusión: el placer oscuro de estar a salvo
Ver películas de terror es, en el fondo, una forma de jugar con nuestras sombras, de ponerles cara, de acercarnos a nuestros límites emocionales sin cruzarlos. No es una perversión. Es una necesidad primitiva, íntima y simbólica: sentir miedo sin ser destruidos por él.
Porque cuando todo acaba, cuando la pantalla se apaga y las luces se encienden, seguimos aquí. Vivos. Respirando. Enteros. Y hay algo inexplicablemente placentero en eso.
En un mundo real donde muchas veces el terror no avisa… el terror ficticio, al menos, tiene un final.