¿Somos malas personas por gustarnos el gore, el humor negro y las desgracias en la ficción?

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¿Soy mala persona por disfrutar del horror y el humor negro? Una defensa emocional del espectador lúgubre

A veces uno se pregunta en silencio —después de reírse con una broma cruel, de emocionarse con una escena asquerosa, o de disfrutar con el desastre ajeno en una historia— si algo no anda bien por dentro. Si reírse ante lo impensable o mirar sin parpadear cuando otros (ficticios) sufren no es señal de alguna desviación, de una grieta moral.

¿Y si me está gustando demasiado la sangre? ¿Y si la desgracia ajena me produce un cosquilleo? ¿Y si hay algo inquietantemente placentero en ver morir a personajes odiosos? ¿Soy… mala persona?

La respuesta, casi siempre, es más sencilla —y más humana— de lo que creemos.


Ficción no es realidad: la paradoja segura del desastre

Primero lo obvio, pero necesario: cuando disfrutamos de una escena grotesca, de un asesinato bien rodado, de un chiste que raya lo inaceptable, sabemos que no es real. El contexto lo es todo. En la vida real, no reímos ante la desgracia de quien amamos (al menos no sanamente). Pero la ficción es una zona de simulacro. Un espacio simbólico donde podemos explorar emociones que en la vida cotidiana serían impensables… y precisamente por eso las exploramos ahí.

El que disfruta del gore, del humor negro, del terror o del drama más crudo, no quiere necesariamente ver el mundo arder. Lo que busca —consciente o no— es un territorio emocional donde poder jugar con lo prohibido sin que nadie sufra de verdad.


El humor negro: un mecanismo de defensa más antiguo que el llanto

El humor negro es un arte complicado: se ríe de lo doloroso, de lo traumático, de lo que duele tanto que, si no se puede cambiar… mejor reírse. ¿No es, acaso, eso lo que hacían los soldados en el frente, los médicos forenses, los enterradores? ¿Y no es eso lo que hacemos muchos, con nuestros propios traumas, cuando ya hemos llorado suficiente?

Reírse del horror es, a veces, la única forma de no dejar que te destruya. El humor negro no niega el dolor. Lo reconoce y lo transforma. Lo convierte en código compartido. En trinchera emocional.

Y quien lo disfruta, suele ser más consciente del sufrimiento que alguien que prefiere fingir que el horror no existe.


El gore como ritual de catarsis visual

¿Y el gore? ¿Esa sangre estilizada, esas vísceras casi artísticas, esa muerte estética que parece operística? ¿Qué dice de nosotros disfrutar del horror explícito?

Tal vez que hemos aprendido a nombrar el miedo a través de lo visual. Que necesitamos que la muerte y la violencia —que tantas veces nos acechan desde el mundo real, caótica e imprevisible— tengan forma, estructura, estética. Porque si todo está fuera de control, la ficción gore nos da la sensación (falsa pero tranquilizadora) de que al menos alguien lo está dirigiendo.

El que disfruta del gore no quiere matar. Quiere ver de frente aquello que le angustia. Y al verlo en pantalla, lo expulsa, lo contiene, lo desactiva. Hay incluso algo ritual, casi tribal, en la exposición al horror gráfico: como si, al mirar directamente a la herida, el alma supiera que ha sobrevivido un día más.


La desgracia ajena como espejo emocional

¿Y qué hay de las tragedias? De esas historias que se regodean en la miseria, en lo injusto, en lo irreversible. ¿Por qué nos atraen tanto?

Porque la tristeza compartida no es crueldad, es comunión. Hay placer en ver sufrir a un personaje, no por sadismo, sino porque ese sufrimiento lo hace humano. Porque nos recuerda que no estamos solos. Que otros también caen, pierden, lloran, gritan.

Disfrutar de una buena tragedia no es desear que el personaje muera. Es desear sentir intensamente, incluso si eso duele. Es un recordatorio de que, aunque la vida nos insensibiliza, aún somos capaces de conmovernos. Y eso es profundamente humano.


El espectador lúgubre: sensibilidad invertida, no perversión

Quien disfruta del humor negro, del terror, del drama más crudo o del cine gore, no es alguien carente de empatía. A menudo, es todo lo contrario: es alguien que siente tanto, que ha aprendido a canalizar sus emociones en formas complejas, irónicas, viscerales. Que no le teme al dolor, ni a la risa incómoda, ni a ver el mundo bajo una luz retorcida. Que no necesita finales felices para saber que la belleza puede estar en otra parte: en lo extraño, en lo oscuro, en lo quebrado.


Conclusión: no eres una mala persona. Solo eres humano.

Hay algo profundamente sano en permitirse disfrutar de lo incómodo desde la distancia de la ficción. No para dañar. No para reírse del débil. Sino para procesar, integrar y sobrevivir.

Quien se ríe con un chiste negro tal vez esté exorcizando su propio infierno.
Quien goza con una muerte ficticia probablemente esté enfrentando su miedo a morir.
Y quien llora con una tragedia que no es suya está recordando que sigue sintiendo.

No eres una mala persona por mirar el abismo y sonreír. Tal vez solo seas alguien que aprendió a mirar sin cerrar los ojos.