Crítica de Léon: El Profesional
(Dirigida por Luc Besson, 1994)
Léon: El Profesional no es solo una película de acción; es, ante todo, una fábula melancólica sobre dos almas solitarias, dos náufragos existenciales que se encuentran en mitad del naufragio. Y ahí, en esa improbable confluencia entre la brutalidad del mundo adulto y la ternura rota de la infancia, reside la grandeza de esta obra: en su capacidad de hablar con una voz pausada sobre cosas que podrían haber sido tratadas con morbo, con sordidez… pero no. Aquí hay algo casi sagrado, una especie de amor imposible, incomprendido, inacabado.
León: el asesino que nunca creció
Jean Reno construye un personaje memorable. León es, técnicamente, un “hombre peligroso”, un sicario impecable. Pero por dentro es casi analfabeto emocional. Vive una vida ritualizada, repetitiva, sin contacto humano verdadero, casi como un niño con autismo: duerme sentado, cuida una planta como si fuera su hijo, bebe leche, ve películas sin comprenderlas del todo. Su alma parece haberse detenido en algún lugar de la infancia, como si algo terrible lo hubiera dejado congelado en ese punto.
Y ahí entra Mathilda, la niña interpretada por una descomunal Natalie Portman, que arrastra una historia aún más oscura que la de él: una infancia truncada por la violencia, la negligencia y la traición. Pero ella, a diferencia de León, ha envejecido emocionalmente antes de tiempo. Ella fuma, bromea con la muerte, y dice estar enamorada. Ella desea jugar a ser adulta, mientras que él no ha aprendido ni siquiera a jugar a ser un niño.
Una relación que desafía la moral sin traicionarla
El vínculo entre ellos es donde la película roza lo sublime. Podría haber caído fácilmente en lo sórdido, pero Luc Besson lo maneja con una delicadeza inaudita. El amor que siente Mathilda es real, aunque prematuro, mal encauzado. Y el de Léon es más difícil de clasificar: ¿es amor paternal? ¿Amor romántico? ¿Una forma de salvación?
Lo que se siente es que ni él mismo lo sabe. Léon está confundido, torpe, ruborizado. Su trato con Mathilda es protector, a veces autoritario, otras veces torpemente cómplice. No hay ni un solo gesto libidinoso en él. Todo es ternura mal entendida, temor, instinto protector, una necesidad de cuidar a alguien, como cuida de su planta. Su planta, que “no tiene raíces”, como él.
Y ahí es donde todo cobra sentido: Léon se enamora no de una niña, sino de la posibilidad de redimirse, de sentir algo puro, de trascender su vida de asesino. Y lo hace con una madurez que él mismo no sabe que posee. Su sacrificio final es la prueba más rotunda de ello.
La música: una plegaria triste
La banda sonora de Éric Serra es un personaje más. Esa música atmosférica, suave, casi transparente, que acompaña a los protagonistas como un suspiro, acentúa lo que no se dice. Nunca fuerza las emociones, las deja flotar. La canción final, «Shape of My Heart» de Sting, actúa como epílogo perfecto: habla de cartas, de apuestas, de destinos sellados… pero también de corazones que no saben amar de forma convencional.
El final: redención, raíces, silencio
Léon muere, pero lo hace en paz. Por primera vez ha amado a alguien, y ha sido amado. Ha encontrado sentido a su existencia. Y esa planta que Mathilda planta al final, por fin enraizada, es una metáfora brutal y bella: él ya no es un fantasma. Vive en ella, en su recuerdo, en esa raíz que por fin se hunde en la tierra.
Conclusión
Léon: El Profesional es una película de una sensibilidad muy rara en el cine de acción. Habla de la infancia, del trauma, del amor que no sabe decir su nombre. De cómo un asesino puede tener más inocencia que quienes se dicen normales. Es, en definitiva, una historia de crecimiento y redención, envuelta en violencia pero llena de ternura. Y lo más impresionante de todo es que trata lo delicado con madurez, y lo moralmente ambiguo con una profunda ética emocional.
Una obra que no envejece. Como los niños que se perdieron antes de crecer.