«Martyrs»: el infierno como camino al vacío — dolor, fe y el fracaso final del fanatismo

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Hay películas que no se olvidan. No porque reconforten, no porque entretengan, no porque nos hagan sentir mejores personas, sino precisamente porque nos confrontan con lo más incómodo de nosotros mismos. Martyrs, de Pascal Laugier, es una de esas. Una obra áspera, salvaje, extrema… y, al mismo tiempo, de una sensibilidad tan sutil y tan brutal que resulta casi imposible clasificarla. ¿Terror? ¿Drama existencial? ¿Cine filosófico con vísceras? Quizás sea todo eso y nada a la vez. Lo que está claro es que no deja indiferente. Y eso, en estos tiempos, es un valor en sí mismo.

El miedo a la muerte: el motor oculto de la barbarie

En el fondo, Martyrs es una película sobre el miedo más elemental: el miedo a la nada. A morir sin saber. A cerrar los ojos y no ver nada. Ese pavor existencial es lo que impulsa todo el mecanismo monstruoso de la organización secreta que secuestra y tortura mujeres en busca de una revelación mística. No buscan poder. No buscan placer. Buscan sentido. Y ese detalle lo cambia todo.

El fanatismo religioso que sostiene el experimento no se presenta aquí como un culto delirante a lo sobrenatural, sino como una necesidad humana tan desesperada que se vuelve monstruosa. Se tortura no por sadismo, sino por fe. Y eso lo vuelve mucho más espeluznante. Porque lo que vemos no es una película de asesinos psicópatas. Es la cara más oscura de la búsqueda de trascendencia.

La tortura como lenguaje narrativo

Muchos han criticado a Martyrs por su nivel de violencia gráfica. Y sí, es innegablemente extrema. Pero sería un error reducirla a “cine de tortura”. Las escenas de sufrimiento no están ahí para provocar asco gratuito. Están narradas con una frialdad quirúrgica, casi clínica. No hay erotización, no hay espectáculo, no hay catarsis. Lo que hay es deterioro. Dignidad que se va perdiendo. Carne que se va apagando. Y, sobre todo, una cámara que no mira para otro lado.

La violencia en Martyrs no es un fin. Es el camino. Es el precio que los personajes —y nosotros como espectadores— pagamos por llegar a un lugar que, al final, tal vez no exista.

El final: un abismo lleno de preguntas

Y entonces llega ese desenlace. La protagonista, ya convertida en mártir, susurra algo al oído de “la Madame”, la mujer al mando del experimento. Nadie más oye lo que dice. Poco después, la Madame se encierra en el baño y se suicida, dejando una última frase que todavía genera debate: «Sigan dudando». Y ahí se abre el verdadero horror.

Una de las interpretaciones más difundidas es que la mártir le reveló una visión celestial tan gloriosa que la Madame prefirió abandonarse a ella de inmediato. Pero personalmente me impugno con otra teoría, mucho más cruel y, a mi parecer, más coherente con el tono de la película: que la chica le susurró “No vi nada. Era toda oscuridad.” Y con eso, la Madame comprendió que todo había sido en vano. Décadas de sufrimiento, secuestros, tortura, fe ciega… todo para confirmar que no hay nada. Que el otro lado no contiene respuestas. Solo silencio. Solo vacío.

Y ahí está lo verdaderamente demoledor: no la violencia física, sino el fracaso espiritual. No poder vivir con la certeza de que no hay nada. No poder enfrentarse a los socios, a los creyentes, con la verdad: que el experimento fue un error. Que la mártir no trajo revelación alguna. Solo confirmación del absurdo.

La sensibilidad bajo la sangre

Y, aun así, Martyrs está llena de sensibilidad. En los momentos en los que las protagonistas —primero Lucie, luego Anna— se sostienen entre sí, se aferran a un recuerdo, a una palabra amable, a un instante de compasión, hay ternura. Incluso en el horror absoluto. Laugier no solo dirige con precisión milimétrica, sino con una seriedad que impone respeto. No hay ironía, no hay cinismo. Solo compromiso con la verdad emocional del relato. Por más dura que sea.

En definitiva: una obra maestra incómoda

Martyrs no es una película para recomendar a la ligera. Pero es, sin duda, una gran película. Un descenso al infierno que no busca glorificarlo, sino dejar claro que, al final, tal vez no haya cielo que justifique tanta sangre. Una obra que discute con la religión, con el sentido de la vida, con el valor del sufrimiento. Que se pregunta si el alma existe, y si vale la pena destruir el cuerpo para encontrarla.

Y cuando termina, no puedes mirar a otro lado. Porque no solo has visto horror. Has visto la desesperación humana en su forma más cruda: la necesidad de creer que hay algo después… y el terror absoluto de descubrir que tal vez no hay nada.