Hubo un tiempo en que Netflix representaba una esperanza. No era solo una plataforma de streaming: era una especie de santuario para las series incomprendidas, las joyas canceladas por cadenas tradicionales y los creadores que querían arriesgar sin pedir permiso. Fue Netflix quien rescató Arrested Development, quien apostó por la transgresión de BoJack Horseman, por la oscuridad de Dark, por lo inclasificable de The OA. Y durante un breve y glorioso periodo, parecía que el futuro de las series estaba en buenas manos.
Pero ese futuro se volvió una distopía más.
A día de hoy, aunque Netflix sigue siendo la plataforma más popular, cada vez más voces se alzan contra lo que se ha convertido: una máquina de producir contenido desechable a velocidades industriales, una factoría impersonal que fabrica series como si fueran camisetas de temporada: rápido, barato y sin apego emocional.
Lo más irónico es que Netflix, que en sus inicios era la redención para series sin hogar, se ha vuelto uno de los mayores verdugos de historias inacabadas. ¿Cuántas series han sido canceladas tras una primera o segunda temporada sin darles un final digno? ¿Cuántos creadores han visto su obra interrumpida a mitad de camino, como si lo que estaban contando no mereciera ni una conclusión?
La excusa siempre es la misma: “No llegó al número de visionados esperado.” Pero ¿cómo se mide realmente el éxito de una serie en una plataforma que no comparte datos con claridad? ¿Qué pasa con las series que necesitan madurar, construir una base de fans poco a poco, como Breaking Bad en su momento? En Netflix, si no generas clics inmediatos, estás fuera. No hay paciencia. No hay fe.
Y luego está el otro gran problema: la sobreproducción de basura. Cada semana, Netflix estrena algo nuevo. O mejor dicho, algo nuevo que se parece sospechosamente a todo lo anterior. Historias clónicas, personajes huecos, narrativas prefabricadas para «gustar a todos» y no emocionar a nadie. Películas que parecen haber salido de una IA mal entrenada, realities absurdos y series que juegan a la diversidad como si fuera una casilla que hay que marcar, no una realidad que explorar con verdad.
Lo que alguna vez fue sinónimo de calidad, de innovación, de riesgo, se ha convertido en una especie de supermercado caótico donde el 90% del catálogo es prescindible y el otro 10% vive con el miedo de ser cancelado al menor tropiezo.
Y no, no se trata de odiar el éxito. Se trata de señalar que el alma de Netflix se ha perdido por el camino. Lo que empezó como una revolución cultural ahora parece una carrera por llenar el catálogo a toda costa, aunque eso signifique sacrificar la integridad creativa. Donde antes se apostaba por la autoría, hoy se invierte en algoritmos.
Netflix sigue siendo la más vista, sí. Pero ya no es la más querida. Y ese es un dato que ningún algoritmo puede maquillar. Porque lo que el público está empezando a sentir es decepción, cansancio, y sobre todo, desconfianza. ¿Para qué invertir tiempo en una serie si la van a cortar sin final? ¿Para qué emocionarse, si todo está diseñado para ser olvidado?
Quizás es hora de que Netflix deje de mirar tanto los números… y vuelva a mirar las historias. Porque ahí, en las historias bien contadas y bien cerradas, está la verdadera fidelidad. No en el scroll infinito.