Hay series cuya primera temporada deja una huella profunda, casi sagrada. The Last of Us lo logró con una mezcla precisa de fidelidad al material original, humanidad devastadora, y una puesta en escena de una calidad inusual. Fue una rareza: una serie de zombis que no trataba de zombis, sino del amor, del duelo, del trauma. Y gran parte de su alma residía en la relación entre Joel y Ellie, maravillosamente interpretados por Pedro Pascal y Bella Ramsey. Por eso duele tanto decir esto: la segunda temporada es, en comparación, un derrumbe. No solo pierde el alma, sino que parece hacerlo de forma consciente, como si traicionar lo que funcionó fuera una declaración de principios.
Matar a Joel: más que un giro, una amputación
Empecemos por lo obvio: la muerte de Joel. Los defensores dirán que es lo que ocurre en el videojuego, que es necesario para el arco emocional de Ellie, que es una apuesta valiente. Pero lo que en el juego tenía impacto y contexto, aquí parece ejecutado con una prisa cínica, casi desganada. La forma en que se despacha al personaje central de la primera temporada —un hombre por el que el espectador ha sufrido, empatizado, acompañado en su descenso moral— es no solo un error narrativo, sino un desdén emocional.
Lo que sigue a su muerte no es catarsis, ni tragedia, ni siquiera una exploración madura del duelo. Es una serie que intenta reinventarse, sin tener claro qué quiere ser. Joel era el corazón moral ambiguo de la historia. Sin él, todo se resiente.
Guion perezoso: la narrativa se vuelve mecánica
Uno de los mayores logros de la primera temporada fue el ritmo emocional: cada episodio contenía una historia en sí misma, un pequeño arco humano que hablaba de la pérdida, de la fragilidad, de la esperanza. La segunda temporada parece abandonar esa sensibilidad. Todo se siente más forzado, más esquemático. Hay escenas largas sin tensión, diálogos que explican en lugar de sugerir, y decisiones argumentales que parecen estar ahí más por obligación que por necesidad.
Se introduce a Abby, sí, con una construcción que intenta humanizarla… pero que nunca llega a funcionar del todo. La narrativa se parte, se dispersa, y en el intento de “darle perspectiva a ambos lados”, la historia pierde fuerza dramática. En lugar de conflicto, hay desconexión.
Inclusión forzada: el problema no es la representación, es la ejecución
Otro aspecto que contribuye al deterioro de esta segunda temporada es cómo se maneja la inclusión. No la inclusión en sí —que es más que bienvenida y necesaria en el audiovisual contemporáneo— sino la forma en que se ejecuta. Aquí no se siente natural, ni integrada en la historia. Parece impuesta, como si el guion se esforzara en subrayar constantemente su agenda, en lugar de dejar que los personajes simplemente existan dentro del mundo narrativo.
Cuando la representación se convierte en mensaje evidente, en panfleto disfrazado de trama, se pierde humanidad. Y eso es especialmente doloroso en una serie que en su primera temporada fue tan sutil en sus emociones, tan precisa en sus matices. No se trata de quién está representado, sino de cómo. La buena escritura no señala: muestra. Y aquí, a menudo, se grita.
Lo que sí funciona: las interpretaciones
Sería injusto no reconocer lo que aún brilla: Pedro Pascal, en los breves momentos que tiene, sigue siendo magnético. Y Bella Ramsey, blanco de críticas absurdas por parte de sectores rancios, entrega una interpretación sólida, emocionalmente honesta, con una mirada dura y herida que sostiene más peso del que le dan los guionistas. Su trabajo es sutil, comprometido, lleno de matices, y si algo mantiene viva la serie por momentos, es ella.
No comparto las críticas que la desmerecen: lo que falla aquí no es su actuación, es la dirección de la historia. Bella hace lo que puede —y mucho más— con un material que ya no está a la altura de su talento.
En resumen: una temporada que olvida lo esencial
The Last of Us temporada 2 es un ejemplo de cómo perder la brújula narrativa en nombre de decisiones valientes mal ejecutadas. Mata a su figura central sin construir el peso de la ausencia. Introduce personajes nuevos sin alma ni conflicto real. Sustituye la emoción por el mensaje. Y donde antes había tensión y humanidad, ahora hay ruido y discurso.
No es que no se pueda hacer una serie diversa, compleja, con nuevos protagonistas. Es que se necesita tiempo, alma, y coherencia. Aquí todo eso se diluye en un mar de buenas intenciones y malas decisiones.
Tal vez la serie pueda remontar. Tal vez la tercera temporada, si llega, aprenda de sus errores. Pero lo cierto es que esta segunda entrega ha dejado una herida profunda. No por su dureza, sino por su desorientación. No por lo que quiso contar, sino por cómo decidió contarlo. Y eso, en una historia sobre humanidad en medio del fin del mundo, es lo que más duele: que se haya perdido lo humano.